lunes, 15 de diciembre de 2014

De pájaros y peces

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Pero, claro, eso no le importa mucho a nadie. Esa es la gracia de los milagros, que son cosas pequeñas que todo el mundo espera que sean grandes, así que se esconden como ratoncillos por los recovecos de la vida y se acurrucan hasta que un observador lo suficientemente atento los encuentra y, si es una de esas personas que saben de secretos, guarda su recuerdo atesorado hasta el último suspiro.

La niña era un pájaro, pero acabó siendo un pez. Qué lástima, pensaron todos, era un gran pájaro. Volaba de un árbol a otro, de un tejado a otro y de las farolas hasta la estatua de la plaza principal. La gente adulta miraba con ese dulce asombro que se reserva a las locuras de los niños pequeños, y los chavales de la aldea vitoreaban con admirado regocijo las proezas de la niña-pájaro, que permanecía indiferente. Un ave no busca alabanzas con su vuelo, el aire está en su naturaleza.

Todos la querían, era una fresca brisa de alegría para el frustrante día a día de los isleños, que trabajaban duro para mantener la pequeña industria pesquera del lugar, a todas luces insuficiente para sacar a las buenas gentes de la pobreza. Algunas familias sufrían y lo pasaban mal. Pero no eran personas crueles, y querían a la niña-pájaro. Por eso nadie entendió cómo alguien podía haberle hecho daño. Quizás fue porque donde hay un ave tiene que haber un cazador; o quizás algún pobre diablo hundido en la miseria no pudo soportar tanta belleza.

Pero, ¿qué clase de depredador acecharía durante quién sabe cuántos días y untaría grasa en el borde de su nido preferido para hacerla caer? ¿Cómo es posible que exista un ser tan horrible que sea capaz de golpear y violar su frágil cuerpecillo toda la noche y luego dejarla tirada y mutilada en la orilla del mar? ¿Qué depravado sin alma ni corazón puede llegar a hacer eso? Simplemente no cabía en la cabeza de los aldeanos que alguno de ellos pudiese albergar en su interior a tamaño monstruo. Les incomodaba sobremanera pensar en ello. Así que no lo hicieron.

Y así, poco a poco, olvidaron a la niña-pájaro sin alas, que se convirtió en media niña. En una niña rota. Su familia lloró la desgracia, pero se alegraban de que estuviese viva; y tanto era su alivio que no se dieron cuenta de que la niña rota no lo estaba sólo por fuera, sino también por dentro. El malvado le había quitado algo más que la movilidad de las piernas, le había quitado la mitad de su ser. No hablaba, no comía, no vivía. Preferiría haber muerto.

Esta madrugada, en ese momento azul antes del amanecer, la niña rota decidió morir del todo. Se montó en su silla de ruedas y recorrió trabajosamente el camino hacia la orilla del mar, buscando el lugar donde la habían encontrado ese fatídico día, para así cerrar el círculo de su desdicha. Allí, se adentró en el agua, silla incluida, hasta que una ola la volcó y la arrastró. Se dejó flotar, esperando el frío eterno.

Pero los rayos del sol irrumpieron tiñendo las nubes de mil tonos de cálido naranja, y era muy bonito, así que la niña rota braceó un poco para verlo mejor. Recordó que desde el embarcadero del final de la playa se veían unos amaneceres preciosos, y quiso ver uno antes de partir. Así que sin darse apenas cuenta comenzó a nadar hacia allí. Era agradable. El agua hacía su cuerpo ligero, y al deslizarse por ella notaba su caricia y su apoyo, sus brazos se acompasaban con el vaivén y se sentía libre de ir, venir, subir, bajar… casi como si volara.

Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Uno de esos milagros pequeños, que no importan a nadie, salvo al que los ha recibido. Hoy el agua ha llenado la mitad que le faltaba, y la niña ya no está rota. Ella era un pájaro, pero ha acabado siendo un pez.


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