Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Pero,
claro, eso no le importa mucho a nadie. Esa es la gracia de los milagros, que
son cosas pequeñas que todo el mundo espera que sean grandes, así que se
esconden como ratoncillos por los recovecos de la vida y se acurrucan hasta que
un observador lo suficientemente atento los encuentra y, si es una de esas
personas que saben de secretos, guarda su recuerdo atesorado hasta el último
suspiro.
La niña era un pájaro, pero acabó siendo un pez. Qué
lástima, pensaron todos, era un gran pájaro. Volaba de un árbol a otro, de un
tejado a otro y de las farolas hasta la estatua de la plaza principal. La gente
adulta miraba con ese dulce asombro que se reserva a las locuras de los niños
pequeños, y los chavales de la aldea vitoreaban con admirado regocijo las
proezas de la niña-pájaro, que permanecía indiferente. Un ave no busca
alabanzas con su vuelo, el aire está en su naturaleza.
Todos la querían, era una fresca brisa de alegría
para el frustrante día a día de los isleños, que trabajaban duro para mantener
la pequeña industria pesquera del lugar, a todas luces insuficiente para sacar
a las buenas gentes de la pobreza. Algunas familias sufrían y lo pasaban mal.
Pero no eran personas crueles, y querían a la niña-pájaro. Por eso nadie entendió
cómo alguien podía haberle hecho daño. Quizás fue porque donde hay un ave tiene
que haber un cazador; o quizás algún pobre diablo hundido en la miseria no pudo soportar
tanta belleza.
Pero, ¿qué clase de depredador acecharía durante quién sabe
cuántos días y untaría grasa en el borde de su nido preferido para hacerla
caer? ¿Cómo es posible que exista un ser tan horrible que sea capaz de golpear
y violar su frágil cuerpecillo toda la noche y luego dejarla tirada y mutilada
en la orilla del mar? ¿Qué depravado sin alma ni corazón puede llegar a hacer
eso? Simplemente no cabía en la cabeza de los aldeanos que alguno de ellos
pudiese albergar en su interior a tamaño monstruo. Les incomodaba sobremanera
pensar en ello. Así que no lo hicieron.
Y así, poco a poco, olvidaron a la niña-pájaro sin alas, que se convirtió en media niña. En una niña rota. Su familia lloró la desgracia, pero se alegraban de que estuviese viva; y tanto era su alivio que no se dieron cuenta de que la niña rota no lo estaba sólo por fuera, sino también por dentro. El malvado le había quitado algo más que la movilidad de las piernas, le había quitado la mitad de su ser. No hablaba, no comía, no vivía. Preferiría haber muerto.
Esta madrugada, en ese momento azul antes del
amanecer, la niña rota decidió morir del todo. Se montó en su silla de ruedas y recorrió trabajosamente el camino hacia la orilla del mar, buscando el lugar
donde la habían encontrado ese fatídico día, para así cerrar el círculo de su
desdicha. Allí, se adentró en el agua, silla incluida, hasta que una ola la
volcó y la arrastró. Se dejó flotar, esperando el frío eterno.
Pero los rayos del sol irrumpieron tiñendo las nubes
de mil tonos de cálido naranja, y era muy bonito, así que la niña rota braceó
un poco para verlo mejor. Recordó que desde el embarcadero del final de la
playa se veían unos amaneceres preciosos, y quiso ver uno antes de partir. Así
que sin darse apenas cuenta comenzó a nadar hacia allí. Era agradable. El agua
hacía su cuerpo ligero, y al deslizarse por ella notaba su caricia y su apoyo,
sus brazos se acompasaban con el vaivén y se sentía libre de ir, venir, subir,
bajar… casi como si volara.
Hoy, en esta isla, ha ocurrido un milagro. Uno de
esos milagros pequeños, que no importan a nadie, salvo al que los ha recibido.
Hoy el agua ha llenado la mitad que le faltaba, y la niña ya no está rota. Ella
era un pájaro, pero ha acabado siendo un pez.
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